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Ganador del Concurso del Orgullo Cultural de myGwork e It Gets Better: La Promesa

El mundo de la cultura y el mundo corporativo parecen estar completamente separados, pero lo cierto es que tienen mucho de lo que enriquecerse mutuamente.

Por eso, nuevamente myGwork e It Gets Better lanzaron un concurso cultural LGBTQ+ en el que recepcionaron relatos cortos, cortometrajes y otros proyectos culturales. A continuación, os presentamos al ganadxr del concurso del Orgullo Cultural de myGwork e It Gets Better 2023.

La Promesa
Por Toni Condeafur

España

En aquella tarde desasosegada del mes de marzo, la brisa parecía querer colarse por la rendija de la ventana, su sonido, que era lo más parecido a un silbido, se entremezclaba con los pasos de Alfredo, que impaciente, deambulaba en completo silencio de una pared a la otra del salón, pensando en cómo hablar sin provocar un incendio con sus palabras. Luis; su padre, lo observaba preocupado, conocía lo suficiente a su hijo como para saber que algo le estaba pasando. Y lo cierto es que no se alejaba de la realidad. Asediado, hostigado y atosigado En aquellos momento, Alfredo se revolvía entre sus pensamientos, recordando los años que había vivido avergonzado por culpa del eco de un atrofiado concepto sobre el hombre, que había aprendido en la escuela. Este había llegado a despreciarse e incluso a torturarse tratando de ser como aquel concepto dictaba que debía ser, hasta que de repente, un día, no pudiendo más con la situación, derribó la muralla que se había creado en su cabeza y le dio fin a todo aquello. Con el transcurso del tiempo, y habiendo reunido el valor suficiente para decirlo en voz alta, fue cuando el joven se lanzó hablar con su padre para sincerarse y contarle su gran secreto. Y allí estaba, con expectación medrosa, el pecho encogido, el corazón en un puño, y la mirada esquiva temiendo hallar en los ojos de este la desaprobación. A penas había separado los labios para que saliera su voz y ya sentía aquello como una batalla perdida, imaginaba que en cualquiera momento, le interrumpiría envuelto por una colosal irritación, provocada en gran parte sino del todo, por su confesión, para decirle que le daba asco y vergüenza como hijo.

— Padre, yo… —nervioso, sintiendo su respiración doblarse hasta dividirse en dos —, no sé como decirle esto —silencio breve—, hace tiempo que me he dado cuenta de algo…

Alfredo escuchaba las palabras salir de su boca a la vez que sentía todos sus temores licuarse en su voz.

— Siento cosas que quizás usted no espera que yo sienta… —con la frente empapada en sudor—, es por eso que… —a duras penas continuó hablando hasta que terminó.

Acto seguido, se paró en seco, se dirigió al sofá donde estaba su padre, y se sentó a su lado en completo silencio. En aquel instante, Luis, de reojo, lo observó, y después de un corto y breve silencio, aclaró su garganta con un ligero carraspeo con el que encontró su turno para hablar.

— Alfredo, hijo mío —amable, con la mixtura justa de amor y cariño de un padre conmovido por las palabras de su hijo.

— No tienes por qué sentirlo —embozando una sonrisa apaciguadora.

Desconcertado, Alfredo levantó la vista y observó sorprendido la sonrisa que se dibujaba en la boca de su padre.

— Yo ya lo sabía.

— ¿Sí?.

— Y tu madre también.

— ¿Madre lo sabía?.

— Por supuesto que sí, y te voy a decir una cosa, me alegro de que lo hayas compartido conmigo.

— ¿Entonces no se va a enfadar?.

— Eres mi hijo, ¿cómo me voy a enfadar porque tengas sentimientos?.

— Ya pero… —volvió a interrumpirle.

— Pero nada —se interpuso ante su explicación arrimándose a él para abrazarlo.

Con aquella respuesta Alfredo entendió que su padre había sabido verlo más allá de sus palabras.

Y es que Luis, era un hombre de mucho mundo, durante su infancia, sus padres habían sido grandes comerciantes, lo que les llevó a viajar por diversos lugares del planeta, conociendo así otras culturas, otras religiones, otras formas de ver, de comer, de amar, de pensar… Fueron años de aventura para él, hasta que un día sus padres, decidieron que ya era hora de asentar sus vidas y crear un hogar, fue entonces cuando se mudaron a una pequeña granja a las afueras de Logroño, lugar donde finalmente Luis pasaría los dorados años de su adolescencia hasta alcanzar la edad adulta.

Cuando Carmen y Juan; sus padres, fallecieron, Luis se quedó con esta como herencia, y este junto a su mujer y varios empleados, consiguieron mantenerla a flote durante muchos años, una ardua tarea que no siempre resultó ser fácil, pues en los tiempos que corrían y la inestabilidad por la que pasaba el país, ya fuese por la falta de recursos o por la irresponsabilidad de los poderes públicos, existía un alto desconocimiento vinculado a la condiciones insalubres en el puesto de trabajo, por lo que muchas veces los empleados o incluso ellos mismo, acababan enfermando.

Fue por allá, en el año veintiuno en el que en una mañana como otra cualquiera, María; la mujer de Luis, empezó a presentar síntomas de un leve resfriado, por aquel entonces, ella no lo sabía pero aquel resfriado iba a ser el definitivo de su vida, pues aquello que tenía no era otra cosa que los síntomas tardíos de una gripe; la gripe española, la misma que en los años anteriores había arrasando, ni más ni menos que con un tercio de la población mundial.

Todo comenzó con la sensación de cansancio, inconsciente de lo que verdaderamente le ocurría, la mujer lo achacó a la larga jornada de trabajo del día anterior y al poco tiempo que le había dedicado al descanso.

Y es que con los empleados enfermos, esta tenía que trabajar desde que el sol salía hasta que se volvía a ocultar por la fina linea del horizonte, cubriendo las tareas de la granja, a parte de los quehaceres de la casa, es por ello que no le dio mayor importancia.

Pero entonces, aquella leve sensación de cansancio que parecía no tener mayor trascendencia, fue a peor, llevándola a un estado griposo que la obligó a quedarse en la cama, de manera repentina María presentaba temperaturas muy altas, acompañadas de escalofríos y tos.

El miedo y los pocos conocimientos que tenían sobre lo que le estaba pasando, les llevó a llamar a un doctor, que fue quien tras una severa valoración dictaminó separarla de la familia, por la posibilidad de que pudiesen ser contagiados. Fue a partir de entonces, que María, comenzó a dormir en un dormitorio distinto al de su marido, lugar donde comía, se aseaba, y pasaba el tiempo sola, hasta que finalmente, al cabo de una semana, como era de esperar, falleció.

Abandono, soledad y desaliento. Aquello resultó ser un duro golpe para Luis, quien tras el entierro, incapaz de afrontar lo sucedido, con el corazón en mil pedazos, decidió encerrarse en el vacío y la soledad de su habitación, para afrontar el duelo de la única manera que sabía hacerlo; durmiendo y llorando.

Las horas en la cama se dilataban de tal manera que, parecía que el tiempo transcurría terriblemente despacio. Desconocía el día en el que vivía, lo cierto es que había perdido la cuenta en el calendario, tampoco es que le provocara interés saberlo, pues ya no existía en él el ánimo.

Estaba destrozado, consumido y extremadamente delgado, sin embargo, su hijo Alfredo no perdía la esperanza de que en cualquier momento levantaría cabeza, es por ello que, cada mañana y cada noche, sin falta, se presentaba en su habitación, al otro lado de la puerta, donde sentado en el suelo del pasillo, le hablaba y le contaba qué cosas había hecho en la granja durante el día, además de traerle exquisiteces hechas por él, por si se animaba a comer, pero Luis no mostraba interés alguno, incluso muchas de las veces lo ahuyentaba con algún comentario fuera de tono, para así quedarse nuevamente solo, aferrado a sus pensamientos.

Hasta que una noche una pesadilla lo cambió todo. En aquel mal sueño, bajo la pesadumbre que le había provocado la muerte de su madre, Alfredo había decidido atarse una soga al cuello. Al descubrir el cuerpo colgado, Luis comenzó a gritar el nombre de su hijo con desenfreno. Aquella terrible imagen había removido las entrañas al granjero tanto que de un sobresalto se desveló quedando sentado en la cama.

— Luis —susurró asustado.

De repente, se dio cuenta de que todo ese tiempo se había volcado en su propio dolor y en su tristeza, olvidándose de su hijo, quien también había sufrido la devastadora perdida de alguien importante; su madre, una de las piezas fundamentales de su vida.

En ese mismo instante, sintió un torrente de sangre recorrer por todo su cuerpo, necesitaba por todos los medios saber que estaba bien, necesitaba tenerlo cerca y abrazarlo, necesitaba transmitirle que estaba ahí para apoyarlo y darle calor, necesitaba que supiera que no estaba solo y abandonando ante el dolor. Inmediatamente, se levantó de un salto de la cama y con premura salió de la habitación, para luego recorrer el pasillo que llevaba a la puerta de este. Una vez delante de ella, respiró hondo, agarró el pomo y conteniendo el aliento la abrió, un breve y corto espacio de tiempo, el suficiente para que miles de escena pasaran por su cabeza, miles de momentos con su hijo que creía que había perdido y que no volvería a vivirlos.

Rápidamente, sus ojos se enroscaron en el rostro de Alfredo, que con el pelo alborotado, los ojos cerrados, y la boca entreabierta, apenas era iluminado por la tenue luz de la luna que se filtraba por las cortinas. El granjero frunció la mirada intentando encontrar cualquier indicio de respiración en su hijo y no fue hasta que percibió salir el aire de su boca que se desinfló y entró al fin en calma. Por fortuna, estaba vivo, aún lo estaba, lo cierto es que el joven dormía plácidamente sin enterarse de nada.

Entonces se acercó a la cama y se sentó junto a él.

— ¡Padre! —pronunció abriendo los ojos.

— Shfff —le silenció.

— ¿Está usted bien?.

— Ahora sí, desde luego que sí —entre apenado y orgulloso mirándole a los ojos—. Te quiero mucho hijo mío —con la mirada empañada, acariciándole el pelo.

Luis no dejaba de pensar en el gran error que había cometido al alejarse de su hijo, y a la vez sentía un leve orgullo hacia él, pues su fuerza y resiliencia había podido con la vulnerabilidad que provoca una pérdida como la que había tenido.

— Y yo a usted padre.

— Lo sé, ahora sigue durmiendo —le susurró.

Fue en ese momento, en el que Alfredo se acomodó colocando la cabeza en su regazo, que Luis lo miró y se dio cuenta al fin, de que era él quién daba sentido a su existencia, era por él por quien tenía que seguir luchando, estaba en sus manos salir de ese bache, y proporcionarle el bienestar que necesitaba. Fue entonces cuando se prometió a sí mismo que nunca más volvería a fallarle.

Para aquel entonces, el país había comenzado a entrar en crisis, los campos y las granjas; los grandes afectado, se sustentaban como buenamente podían, crecía el desempleo en sintonía con el descontento de los obreros y con ello afloraban los conflictos. Fueron años muy duros para todos, sin excepción, es por ello, que no pudiendo ignorar la situación que se estaba viviendo, Luis, lejos de querer rendirse, después de haber despertado del prolongado letargo tintado de tristeza y vacío en el que se había sumergido por la muerte de su esposa, y habiendo limado asperezas y guardado el rencor que había acumulado hacia Dios por habérsela arrebatado, haciendo homenaje al duro trabajo que habían hecho sus padres años atrás por sacar aquella granja adelante, tomó fuerzas y remontó las labores de esta.

Este estaba dispuesto hacer lo que fuera necesario y lo que estuviera en sus manos para sacar a su hijo adelante, este era su aliciente, quería dar lo mejor de sí para que no le faltara de nada, quería que creciera, que se hiciera fuerte y que nada ni nadie le pusiera barreras a su felicidad, porque en el fondo, él ya lo sabía, lo sabía desde mucho antes de la muerte de su esposa. Según el joven había ido creciendo, sus gestos, sus miradas, sus silencios… se habían convertido en señales, señales que arrestaban una verdad, una verdad para la que se tenía que preparar, pues el mundo no estaba hecho para escucharla aún.

Cuando finalmente Alfredo tomó la decisión de abrirse con su padre, una dura reflexión vino a parar en los pensamientos de Luis. Una reflexión que abarcaba el futuro que le deparaba a este. Las miradas discriminatoria, los dedos señalándole por las calles, los susurros a sus espaldas, la inseguridad, el miedo… Una vida en la que en cualquier momento podían venir a por él, para hacerle quién sabe qué barbarie.

Luis sintió que se ahogaba, la ansiedad le anudaba la garganta, no podía permitir que le sucediera nada malo a su hijo, es por ello que aquella tarde, tras escuchar a su hijo revelarle su gran verdad, decidió no ser el verdugo sino ser su abrigo, el abrigo que sabía que iba a necesitar a partir de ese día. Apretó con fuerzas su cuerpo contra el suyo, dándole todo el calor que le podía dar un padre a su hijo, prometiéndole que siempre le protegería, y exigiéndole a la vez una promesa de su parte.

— Prométeme que nunca mostrarás tu secreto al mundo —le pidió clavando la mirada en los ojos—. No van a entender que seas diferente a ellos, prométemelo por favor.

— No se preocupe Padre, no lo haré, no lo haré, no lo haré…

Tras el eco de aquellas últimas palabras en su cabeza, Alfredo recuperó la noción del tiempo y regresó al año cuarenta y uno, estaba en una habitación del centro con Mario, el que por aquel entonces era el chico con el que se había estado viendo.

El aire era tenso entre los dos, estaba en medio de una discusión acalorada. A penas entraba luz en la habitación, las persianas estaban bajadas y la luz apagada, sonaba la música de fondo, era jazz, o un derivado del jazz, tampoco es que se escuchara bien, pues con los gritos, parecía más un par de violines desafinados, que sonaban así como cuando escuchas a un vecino practicar sus primeras lecciones.

— Pero no te quedes callado, ¡dime! —gritó dejando que las lágrimas ahogaran el sonido de su voz.

— ¿Qué quieres que te diga? —desubicado.

— Quiero que me digas, ¿por qué no podemos vernos fuera de aquí?, ¿por qué?.

— Lo siento —contestó Alfredo—. No sé cómo explicártelo pero… esto es lo único que te puedo ofrecer.

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